8.10.16

... pero a veces no queda más que pedir disculpas.

"Que tú...", "que yo..." y cuando empiezan esos cuestionamientos "¿será que lo mejor va a ser separarnos...?". En ese momento, donde una pelota de básquet se forma mágicamente en tu garganta; y tus sentimientos sin previo aviso se convierten en lágrimas; y tu barbilla tiembla 10 grados en la escala de Richter... sabes que todo se fue a la mierda.

Te encuentras en una espiral de miedo que te lleva directamente al fondo, cortando tus alas, desprendiéndote de ilusiones de lo que pudo ser, te saca todos los errores cometidos y te deja en el fondo tirada en un piso negro donde te recuestas, te haces bolita y lloras.

Y no lloras porque todo eso se acabó, sino porque la persona que querías a tu lado, no estará más. Se toparán en la calle y saludarán con una mirada cortés, con esa mirada de "me parece familiar", de extrañez.

Las cosas siempre son como deben ser. Es momento de levantarse, de entender que aunque no comprendas nada de lo que pasó, debes dejar ir la impotencia de querer asimilar todo de la mejor manera... aunque no exista una forma que reduzca el dolor de un corazón roto.

Empiezas a construir murallas, a decir que no quieres nunca más pasar por un momento tan devastador. Te prometes que si algún día vuelves a enamorarte, tratarás de no caer tan fuerte o al menos no caer en los círculos viciosos que creamos cuando nos enamoramos.

No hay respuestas. No hay soluciones. Al menos no en él y no en ti. 

Pero en ese momento, cuando te cansas de esperar las respuestas de tu porqué, empiezas a despertar. Sacudes tus alas, mejoras tu corazón, te dispones a dar todo el amor del mundo a quien se cruce en tu camino... y sigues.

Porque no existen malos amores, solo malos recuerdos de lo que quisiste hacer bien y no lo conseguiste.

Así que pides disculpas por tus errores, por los del otro y te prometes que nunca más esperarás una respuesta (aunque sigas mirando el celular esperando esa llamada) que nunca vendrá.

No llegará. Porque él no quiere que llegue.