30.1.12

... pero ¡qué mentiras dicen!

Porque te dicen que les gusta tu boca, pero al final no hacen nada por encontrarla.

Porque les gusta tu piel, pero no se acercan más a tocarla.

Porque les gustan tus manos, pero ya no quieren ver qué construyen.

Porque les gustas, pero se esconden.

¿Y si dejamos las mentiras para más tarde? ¿Y si mejor no decimos nada y simplemente convertimos todo el un acto sexual? Dejemos de ser tan hipócritas mientras decimos maravillas mientras al final sólo quieren maravillarse con una soltura de piernas.

Piénsenlo. Que algunas sí tenemos corazón. Pendejos.

... pero quiero dormir contigo

Hoy me has llamado al móvil, me has dicho que estabas fuera de mi casa y, en silencio, te he abierto la puerta.

Nos hemos escabullido silenciosamente a mi cuarto, he puesto el candado por si acaso y, en ese momento de pie, me he colgado en tu cuello. Me he quedado varios minutos en silencio, suspirando, acariciando tu nuca, oliéndote, sintiéndote y riendo cerca de tu oído.

Luego te miré, con esa mirada que temes, te dije "me encantas"... ¡Es que lo haces tan bien!. Atontada, casi muda e insostenible en el piso, logras sacarme de mi mente. Y tú, sonriendo con los ojos, marcando esos hoyitos creados por el cielo... Me atontas más.

Te has sentado en el borde de mi cama y yo, a tu lado. Conversamos un poco, otro poco nos reímos. He recogido mis piernas como suelo hacerlo, tú te has volteado frente a mí. Estuvimos un par de minutos, mirándonos, titubeando, tratándonos de acercar.

Entonces acercaste tu mano a mi cara, a mi pelo, a mi hombro. Mientras lo hacías, yo te acariciaba la muñeca y te miraba. No te quité los ojos de encima.

Me besaste ¡ay, cómo me besaste!. Uno de esos besos tan simples, tan cotidianos, tan llenadores. Quizás esperaba más, pero no lo necesitaba, fue perfecto. Sólo sentir tus labios sobre los míos, como una leve presión en la boca y una intensa en el pecho. Sonreír. Sonreíste.

Me paré de la cama, a hacer absolutamente nada, como escapando del momento, de las emociones. Y volví y estabas acostado. Y me enternecí.

Me senté nuevamente mientras tu cabeza reposaba en tus manos sobre un montón de cojines de todos los colores. Entre tanto verde, turquesa y rosa, lo único que resaltaba eras tú.

Hablabas y te escuché. Pasabas tus manos por cualquier parte de piel que alcanzaras.

Me recosté a tu lado. De espaldas para que pudieras abrazarme; pero primero recogiste un poco mi cabello para que no sean la barrera de tus susurros. Dijiste "me encantas" tan bajito, tan profundo, tan ensordecedor.

Rodeaste mi cintura con tus largos brazos, y yo posé mis manos sobre ellos, rogándote de manera implícita que no me sueltes. Y te acercaba a mí. Y me acercaba a ti. Y nos movíamos de una forma tan lenta para encontrar la comodidad antes de dormir.

Dijiste "nanit, mi ángel".

Dije "nanit, mi hombre".


Ven, cierra los ojos conmigo, porque mientras no estés a mi lado, disfruto imaginándote aquí.

... pero me habitas

Mi querido ausente:

Es tan extraño, tan ilógico. Me recuesto en mi cama para intentar conciliar el sueño y no lo logro.


Has devuelto la inspiración a mi vida. Ahora vuelvo a escribir diminutas líneas a cada momento, logro pintar de nuevo y canto, ¡y qué feo lo hago! Pero no importa...


Me he vuelto loca. Me has vuelto loca. 

Cada noche mi mente alterna caminos que me llevan a ti, desde un café, hasta un encuentro en la calle. Invento lo que te diría (que en realidad es nada, porque soy tan tonta que ni en mi cabeza te puedo hablar) y lo que tú me dirías (que resulta en realidad lo que yo quisiera  decir). Y es que de un día para otro me di cuenta que mi imaginación es mas divertida que dormir.

Y me río sola. Y te recuerdo. Y busco cualquier excusa para nombrarte, porque eres la causa principal para que mi mente vuele en este momento.

Eres esa cosquilla en mi barriga, esa mirada cómplice, esa media sonrisa (de esas que sólo sonríe un lado, porque no quieres que se note por completo). Eres la excusa perfecta para todo lo que quiero decir.

Saber que estas por ahí, escondido y que existe una pequeña posibilidad de toparme contigo, me llena de ganas cada día.

Dices que brillo y ¿acaso te has dado cuenta que eres tú quien me hace brillar?

Pues sí. Eres tú...

Hasta otra tarde, otra mañana, otro sin tiempo... mi ausente tú.

29.1.12

... pero recuerdo


Encontrarme con una actualización de estado en una red social recordé, primero, su nombre. Era de esos nombres que hasta el día de hoy me persigue, como si mi destino me dijera “vas a terminar con uno llamado así”. Y volví a esa historia que aún me cuesta olvidar.

Era muy pequeña cuando lo conocí. Probablemente tenía unos 14 años y viví, por primera vez, la intensidad del amor no correspondido. Lo conocí dentro de un cine, con su uniforme de educación física y yo, con el mío. Habíamos quedado en salir en grupo de amigos y fue bastante agradable. No puedo recordar la película que daban aquella tarde, estaba demasiado concentrada en esa primera salida juvenil que marcaba el campo abierto para las relaciones inocentes.

Mi mejor amiga estaba enamorada de su mejor amigo y, claro, ¿qué más quedaba que ser la alcahuete? Era un tipo popular en mi colegio, a pesar de que no estaba en el mismo y no porque haya sido guapo, sino porque pertenecía al grupo de los guapos. Me lo presentaron y desde ese día quedé muerta por él.
Su cuerpo era bastante ancho y alto. Era el real “big and tall”, pero de una forma muy agradable. Tenía una cara de osito de peluche con una sonrisa deslumbrante. Me encantó la primera vez que lo vi sonreír (que no era muy a menudo).

Y descubrí sus ojos. Cafés, pequeños y tristes. Podía ver en él la necesidad de sentirse tomado en cuenta y yo queriendo tanto darle atención. Pensaba que se enamoraría de alguna de mis amigas – siempre me pasó que yo era el patito feo – pero no. No estaba enamorado de ninguna. Para él simplemente eran sus amigas. Fue cuando decidí acercarme a conocerlo más y más, y que me conozca como soy.

Con el tiempo logramos mantener una relación de amistad bastante cordial y bastante recíproca en cuanto a consejos de la vida. Pasábamos algunas noches conversando por miles de horas y podíamos haber permanecido hablando el uno con el otro, decidiendo qué hacer con nuestras vidas; hasta que un día empezó a hablarme de que alguien le gustaba.

Podía darme cuenta en nuestras conversaciones de que tenía la seguridad destruida. Sus ojos tristes también me lo decían y yo quería ser quien le dé la alegría de sentir. ¡Estúpida niña ingenua que piensa que puede dar amor a todas las personas que piensa que lo necesitan, sin ella salir herida!

Me contaba de esta niña que había conocido y que estaba enamoradísimo de ella. Me dolía muchísimo tener que escuchar cómo sufría por ella, cómo quería estar a su lado… y me dolía más aún que no vea que yo quería estar ahí, con él. Hasta el día que me armé de valor y se lo dije. No sé exactamente cómo ni lo que sentí. Sólo sé que fue muy educado al recibir mis cumplidos y nunca tomó la iniciativa de alejarse. Me gustó bastante cómo tomó las cosas y cómo yo las tomaba también. Pensaba que, esperando un poco, tal vez se diera cuenta de las cosas que podía encontrar en mí. Nos seguimos viendo como amigos, en grupos grandes, hasta que tuve que alejarme de mis amigas por el dolor que estaba sintiendo mientras lo veía tratando de esquivar mi mirada que delataba todo lo que sentía por él.

Fue bastante doloroso perder a mis amigas, pero lo fue aún más cuando lo perdí a él.

Pasaron dos años donde no existía otro hombre en mi mente. Él podía pensar que eran ilusiones de niña pequeña, pero yo sabía que era mucho más. Eran sus ojos tristes a los que quería ver felices.  Hasta que al fin me contó que después de dos años, había conseguido estar con esta niña. No sé qué tan feliz fui de poder pensar que la tristeza de sus ojos al fin se iría, pero recuerdo haber dicho algo parecido a “luego de 2 años, al fin uno lo logró”. Yo refiriéndome a él con ella y yo refiriéndome a mí con él.

Recuerdo con el tiempo haberlo visto con esta niña, pensando en que era un idiota, que ella no lo valoraba, que había estado con otros hombres antes que él y, más que nada, que era una niña boba. Bobísima. Tuve que mantener mi distancia, olvidarme de ir a sus cumpleaños y los de sus amigos, olvidarme que él existía… pero en el fondo, aún permanecía loca por él.

Pasaron los años, vi lo feliz que estaba y decidí mirar hacia otros lugares donde no estuviera él. Fue bastante difícil dejar de pensarlo tanto tiempo… y vi un anillo de compromiso. El mundo se me vino abajo.

Creo que esa noche que me enteré, lloré hasta el cansancio y no por amor, sino porque habían cosas que no entendía ¿cómo puede estar con alguien que no puede ni siquiera mantener una conversación por horas prolongadas? ¿cómo puede estar con alguien que su mejor cualidad artística era hacer dibujitos de niñitos felices con formas geométricas?

Se casaron. Aún están casados luego de años. Me lo he topado algunas veces y, la verdad, he intentado esquivarlo por todos los medios. Lo amé… lo amé tanto tiempo y no supo verlo… me dolía y, a veces, aún me duele. Pero al parecer está feliz y, aunque yo no haya sido parte de esa felicidad, era lo que quería que él lograra. Así que lo dejé ir, lo borré de todos mis teléfonos, redes y demás y me alejé.

Lo veo ahora y está feo... ya no es el mismo niño encantador que conocí. Ahora es un viejo, bastante gordo, formal y calvo en ciertos lugares de la cabeza. Ahora él ya no tiene que impresionar... y me veo a mí y no soy más el patito feo... Me he mejorado desde que me conoció, mi cara de mujer se ha acentuado, mi mirada ahora es mucho más dulce y mis ganas de amar son más intensas. ¡Cómo cambian los papeles! El sufrimiento del pasado me llevó a ser guapísima.

Hoy no sé porqué recordé toda esta historia. Es impresionante cuan absurdo pueden resultar los sentimientos evocados por un simple mensaje. Él está feliz, o al menos lo aparenta… al final, hay hombres que encuentran niñas tontas y dejan a ir a las artistas, porque saben que las artistas somos más intensas cuando se trata de amar.

26.1.12

... pero fue culpa del azúcar

Aún me sonrojo al leer esto... pero vale la pena.

Cuando el azúcar lleva la culpa

Llevaban poco tiempo de jugar a escondidas, intentando satisfacer las carencias cotidianas; sin saber si era bueno o malo, para ellos era una travesura, un desprendimiento de lo real, un desahogo ilimitado de caricias mentales que lograban aventuras fantásticas sin importar el momento.

Empezaron fantaseando con un café, hasta que se hizo realidad. Ella lo esperaba ahí, nerviosa, cohibida, con miedo de ser descubierta por la multitud de personas en un país extraño. No quería que su mirada reveladora susurrara su secreto en la mente de los demás. Un abrigo y bufanda que ni siquiera mostraran un solo espacio de su cuerpo. No sabía si salir corriendo de pronto, o simplemente seguir mordiéndose las uñas hasta que él apareciera. Entonces, esperó.

Al cabo de unos momentos, con la uña del pulgar derecho completamente destrozada por los mordiscos, lo llegó a ver de reojo – intentando que no se diera a notar sus ansias de verlo. Con unos jeans ajustados, una camisa negra con mangas cortas y gafas, abrió la puerta del lugar. Ella escuchó el chirrido de la puerta, suspiró para no sentirse nerviosa e intentó distraerse en lo primero que tenía en frente, el menú. Pero un suspiro no funcionó, fueron más sus nervios al sentir su olor como si estuviera ella clavada en su cuello. Tembló, y miró hacia el piso. Entonces fue cuando él posó la mano en la parte alta de su espalda, ella se remeció, alzó la mirada y le sonrió nerviosamente. Él la entendía, se sacó sus gafas, la saludó como a una persona más y se sentó frente a ella. Hubiera preferido que nunca se las saque, sus ojos mataban.

Empeñoso en no bajar la mirada y ella en no subirla, decidieron ordenar un café, uno de aquellos que hueles y entra el sabor en la piel; sin importar si llevaba azúcar, leche, crema o alcohol. Simplemente cumplir con la excusa que habían inventado para que se diera la oportunidad de verse un momento.

Empezaron a conversar de cualquier cosa y de nada a la vez, querían oírse, saber que lo que sucedía era real. Ella al fin se decidió a subir su mirada aunque, de vez en cuando, prefería bajarla cuando sabía que su cara estallaría con ese rubor que tanto la desenmascara. Trabajo, familia, amigos en común; risas, sonrisas, miradas cómplices que únicamente el mesero logró descubrir al pasarles la azucarera ya que, al intento de alcanzarlo al mismo tiempo, sus manos se tocaron y entre el leve estremecimiento de sus cuerpos, ella alejó la mano asustada y él lanzó una pequeña risa miedosa. Fue apenas un segundo pero los dos lo sabían muy bien: algo pasó, algo estalló. Quiero tenerlo.

Alguien los había visto. Lo que tanto guardaron, lo habían descubierto. Él, al darse cuenta de la incomodidad, le dijo seriamente revolviendo el café “¿salimos de aquí?”… ella alzó la mirada, con esa expresión que sabe hacer cuando está confundida y asintió con la cabeza.  Le dijo “espérame afuera, ahora salgo” y ella, tan obediente y sin preguntar, agarró sus cosas y salió. Ya en la puerta, encendió un cigarro para tratar de calmarse. Él salió, se puso sus gafas y le susurró cerca a su oído “apaga eso. Mi auto está en la esquina”. Caminaron sin mencionar nada. Caminaron los dos uno a un lado del otro, con una sonrisa estúpida al recordar lo que había pasado.

Subieron al auto, mirando a los costados asegurándose que nadie los vigilara. Y se fueron sin rumbo, a gastar gasolina mientras entraban en confianza. Era tan difícil creer que al fin podían verse, que respiraban el mismo aire, que sentían su energía alrededor. El calor empezó a recorrer el cuerpo de ella y decidió quitarse la bufanda y el abrigo que tapaban el escote poco revelador de su blusa.

Luego de unos minutos habían aparcado afuera de su casa. Apagó el auto, la miró fijamente y ella le devolvió la mirada con un poco más de inocencia e ingenuidad. Él suavemente puso su mano derecha en su nuca, acariciando con su pulgar el lóbulo de su oído y le plantó un suave beso en su frente acompañado de un “tranquila” mientras ella botaba todo el aire que había retenido en sus pulmones desde el café hasta ahí. Y salieron.

Él abrió la puerta de su casa y le dio una señal para que pase; entonces fue cuando, tímidamente, entró. Un pie tras otro, pasos como si estuviera en la cuerda floja. Sabía lo que se aproximaba, sabía en lo que se había metido y se permitió pensar  “y ahora ¿qué hago?, ¿qué digo?, ¿qué…” y el estruendo de la puerta al cerrarse bruscamente la hizo saltar del susto. Inmediatamente él la tomó por la cintura y la acercó hacia su cuerpo, dando un fuerte respiro, un comienzo de jadeo, le dijo al oído “hoy eres mía”.  

En un solo movimiento, la tenía ya arrinconada por la pared y sus brazos como si fuera una prisión. Ya no había miedo, no existían dudas ni motivos para pensar.  Agarró fuertemente el cuello de su camisa y lo acercó a ella. Y sucedió. Un beso que parecía detener el tiempo, donde ella se clavaba a acariciar con sus labios el labio inferior de él y el introducía su lengua suavemente en su boca. Su saliva tan espesa, sus narices tan cerca, les hacía falta el aire pero no las ganas. La condena había terminado cuando él introdujo su mano por debajo de su blusa, recorriendo desde el costado de su cintura hasta la parte baja de su espalda. Ella tembló. Él sonrió mientras no paraba de besarla y saborear los restos de cafeína que permanecían en su boca.

Con su mano izquierda, tomó su mano derecha, la elevó completamente y la pegó a la pared, presionando su cuerpo para que ella sienta su intensidad, sus ganas, su nivel de excitación. Paró de besarla para hacer un camino húmedo en su cuello, oliéndola, tanteando el terreno donde se debía detener y proceder a estimular. Al encontrar el punto exacto sobre el lado izquierdo de su nuca, ella lo apartó suavemente al encogerse de hombros por el cosquilleo y comenzó a explorarlo.

Mientras él acariciaba su espina dorsal con sus manos fuertes, rotando movimientos entre delicados para no dañarla y salvajes para no dejar de hacerse sentir deseada; ella empezó a besar suavemente la línea imaginaria que dibuja el camino que va desde su oreja hacia su quijada, haciéndose paso a su cuello, saboreando el olor que había desprendido desde que entró al café. Ya no podía más, ya quería sentirlo, ya quería saber su desnudez que tanto la atormentaba en sus sueños.

Empezó a desabotonarle la camisa, y antes de cada botón implantaba su boca en su piel, mientras sus respiraciones se tornaban más pesadas. Y llegó a su ombligo, donde jugueteó unos segundos con su labio y su lengua hasta que él, con su fuerza, tomo sus dos manos y las elevó nuevamente para quitarle la blusa que escondía un sujetador negro de algodón muy suave, con encajes muy pequeños en los bordes.  No pudo resistir la tentación y pasó su mano la mitad de su pecho, presionándolo y besando todo lo que encontrara en su camino. La acercó más a él y, al sentir los dos cuerpos ardiendo, la tomo de sus glúteos y la elevó. Ella lo abrazó con sus piernas y la llevó al sofá más cercano.

Sus piernas formando una V, y él en medio de ellas, jugaban con roces y movimientos que enciendan más la espera y las ganas. Paró un segundo, lo miró con deseo y empezó a desabrochar su jean, metiendo su mano hasta lo más profundo que pudiera y acariciando aquella dureza que quería explorar. Lo puso al descubierto y acercó su boca a su cadera.

Él la tomó del pelo, dirigiéndole el camino, pero ella se mantenía firme a la hora de jugar con él. Él reía, se encogía, intentaba mantener el control, pero ya lo había perdido desde que sintió el calor de su mano. Ella lamió sus labios y lo besó. Él empezaba a gemir, ella lo miraba, le gustaba tanto verlo disfrutar, viéndolo pasar su lengua por sus labios, tocándola y presionándola más hacia él. Hasta que interrumpió con un “ven”… y ella fue. La besó lleno de pasión, como si quisiera comérsela en ese momento. La tumbó en el mueble y le sacó su pantalón rápidamente, dejando sus bragas negras descubiertas, suaves como su sujetador.

Se acercó a su boca nuevamente, mientras con sus manos descubría las montañas en su pecho que revelaban el placer. Los besó, circularmente, mientras introducía su mano bajo su interior. Húmeda de placer, más caliente que el infierno empezó a hacer pequeños cosquilleos que los reveló el gemido, casi inadvertido, que soltó. Y bajó su boca hacia aquel pequeño punto que él ya conocía tan bien en una mujer; jugó con besos, presiones y movimientos circulares que llevaron al primer estremecimiento prolongado de su piel, a su primera explosión de placer, a su primer gemido real. “Me muero” pensaba ella… “la mato” pensaba él.

Sus cuerpos, ya desnudos, se convirtieron en uno solo. Entre empujones desesperados, gemidos incontrolables y palabras sagradas dichas a medias, ella recorría sus hombros y su cintura, empujándolo más hacia ella y él la elevaba con sus brazos y la apretaba mientras recorría las partes que podía con su boca.
Le clavó las uñas en su espalda, él los dientes en su hombro. Ella apretaba con sus manos uno de los almohadones del sofá, intentando controlarse, gemía, respiraba, lo miraba. ¡Qué cantidad de deseo sentía! Quería seguir, pero no podía… iba a estallar, aquella máquina que entraba y salía de su cuerpo le hacía sentir la gloria.

Él, al verla ya a punto de terminar, empezó a dejarse llevar y seguirla. Su jadeo era más pesado, sus ganas de apretarla eran más fuertes, sus manos ya no sabían donde recorrerla. Perdía la concentración hasta que ella dijo pausadamente en cada penetración “no… puedo… más…” y él tampoco pudo. Se hizo más rápido, más a fondo, más fuerte. Gritos, mordidas, estremecimiento de cuerpos simultáneos, marcaron el término de la llenura que sentían. Él río. Ella suspiró y se agarró la cabeza.

Se mantuvieron inmóviles, conversaron un rato, se rieron un poco de lo que había pasado y recogieron la ropa que había dejado el rastro del pecado tan exquisito en el que se habían sumergido.
Salieron de la casa, se treparon al auto y pararon en el hotel que la esperaba. Una leve caricia, un poco de pena, un adiós y ningún arrepentimiento. Se bajó y él se fue.

Él se reincorporaba a su vida, donde sabría que sólo la volvería a tener frente a un computador; mientras ella recordaría cada instante del día anterior por 14 horas, en un viaje de regreso. Ellos se convirtieron en el dulce placer de un instante, para una vida algunas veces, insípida.

... (sin título)

Estaba recostado el sobre encima del escritorio. Causaba un poco de arritmia, un poco de lágrimas y un poco de soledad. El fantasma de los sentimientos inmortales convertía el aire en misterio sin dejar espacio para la respiración de quien entrara.

Su perfume aún se alojaba en cada poro de las sábanas, sus cabellos aún se encontraban sumergidos en las fundas de almohada, su cepillo de dientes - aún húmedo - protegía entre sus cerdas los últimos rastros del mal aliento mañanero.

Las cuatro paredes parecían cohesionarse al relatar las ardientes historias entre ellas, historias que muchos vivieron pero nadie comprendía en realidad. Los portarretratos contaban anécdotas de una familia imaginaria que sólo existe en los cuentos de hadas: padres unidos, marido trabajador, madre abnegada e hijos graduados.

El escritorio relataba los miles de textos que fueron escritos sobre él, la silla simplemente escuchaba de manera muy cómoda, sin apuros, sin agotamientos.

El sillón de la esquina ahogaba su ropa que no había tenido oportunidad de guardar y el cojín reposaba en el suelo, un poco exhausto por el zarandeo de esa noche.

El reloj marcaba las 03h59 y los cigarrillos contaban la angustia de los últimos minutos de su existencia.

No existían más referencias de lo ocurrido, sólo existían razones para guardar silencio por un par de minutos y percatarse de que todo se había acabado.

A la habitación sólo le tocaba esperar para ver quiénes serían sus nuevos dueños, quienes crearían nuevas historias que contar... Quiénes, al fin, tendrían la valentía de ojear el testamento que escondía aquella vida tan llena de soledad.

...pero creo que fue mi culpa

Cuando yo era pequeña e iba a su casa, ella me daba su maquillaje para jugar. Entre polvos, talcos y cofres de madera oliendo a polilla, me divertía revolviendo las cosas en el piso, mientras ella se peinaba frente a una coqueta, en la que ella era más coqueta que dicho mueble. La sillita de hierro que tenía un asiento de pelusas verdes era la causante de mis mareos matutinos, pues no paraba de jugar en ella a que el mundo giraba como yo lo hacía. La cama pequeña era tan dura que cuando saltaba sentía que había caído en el mismo piso. El cuarto vacío de su lado era una bodega lleno de tesoros donde descubrí el espíritu de mi abuelo. Y el pasillo, tan lleno de mis pisadas mientras jugaba con mis primos a las escondidas.

Era mucho más que mi abuela… era mi abuelita. Peleábamos constantemente por el asiento delantero del carro, la música tenía que ser la que yo quería escuchar, los gritos eran muy fuertes en las peleas; pero los abrazos eran los más llenos de amor. Siempre me sentaba en la sala, donde ella no me dejaba tocar la muñeca de porcelana, mi muñeca favorita, porque la podía romper; pero ella la tomaba con sus manos frágiles, le daba cuerda y empezaba a bailar. El Sustagen de fresa que tomaba por sus vitaminas eran mi dulce favorito… ese sabor nunca lo olvidaré.

Pasaron los años, ya era una niña grande… pasaron muchos años. El teléfono no paraba de sonar aquella noche dentro del hospital. Ella se encontraba en un sueño intranquilo, donde sus quejidos eran la única señal de vida. Sus 84 años ya no eran 84 sino que parecían interminables… como las horas.

Vestida con una bata azul – esas batas que te dan los hospitales –, su cabello grisáceo reflejaba aún un poco la oscuridad de su sufrimiento. No podía más y yo no quería más. Vomita una vez, vomita dos, vomita diez y ¿qué podía vomitar si no comía? El doctor había comentado con unas palabras crueles que su vida estaba terminando poco a poco, que al fin podría estar en paz, “le damos una semana” así de simple lo dijo. ¿Qué sentiría ese imbécil si yo le dijera eso sobre su abuela?

Mi nieta favorita… Michelle… mencionaba siempre de manera entrecortada cuando me miraba con sus ojos azules llenos de amor. Quería parar el tiempo y tal vez así parar de llorar. Noche tras noche las visitas eran parte de la rutina que no aburre pero abruma. Me dejaba caer débilmente en la cama donde ella descansaba para envolverla en un abrazo antes de comenzar a hacer los deberes para el día siguiente.

Cansada ya de tantos problemas… que los riñones, que el hígado, que el corazón; me senté en el patio que estaba a un lado de la pieza y empecé a mirar al cielo. “Quienquiera que seas… ya sánala o mátala, pero no la hagas sufrir más… no me hagas sufrir más”.

Ring. Cinco de la mañana sonó el teléfono. Me levanté y mi mamá no estaba, sentí que había perdido a una de las personas que más amaba. “Mi vida, vístase para ir al colegio; su mami se fue a ver a su abuelita que falleció” dijo mi papá.

Respira.
Respira de nuevo.
Trágate las lágrimas.
Respira.
Necesito sentarme.

Me senté y todo pareció bien. Pero dije que no, que la quería ver, que no iba al colegio.

Me llevaron al hospital y la vi. Sus mejillas aún rosadas, su pelo grisáceo tenía en las raíces cerca de la cara un tono piel debido al sobremaquillaje que utilizaba porque casi no veía, sus labios rojos y su vestido morado. Estaba hermosa… una hermosa con ojos cerrados, y para siempre.

Le di la mano, la besé en la frente y acaricié su cabello.

Se fue, pero antes de irse me dijo mi nieta favorita, Michelle. Eso bastó. Adiós abuelita, te amo.

Resulta que con el tiempo, cada año, fui recordando más detalles… pero ella ya no estaba para compartirlos. La muñeca azul de porcelana y sin cabeza – porque al final la rompí – me mira desde una repisa y de vez en cuando suena sola, la bata del hospital descansa en el último cajón de mi closet que alberga su olor. La cajita de madera aún se llena de polilla y el Sustagen ya no tiene el mismo sabor de antes. Mi vida ya no tiene el mismo sabor de antes.

Creo que fue lo mejor, no me arrepiento de la petición que hice… pero cada noche vuelvo a preguntarme ¿realmente me hizo dejar de sufrir? La extraño… aún después de 15 años.

... pero es necesario

TÁCTICA Y ESTRATEGIA

Mi táctica es
mirarte
aprender como sos
quererte como sos

mi táctica es
hablarte
y escucharte
construir con palabras
un puente indestructible

mi táctica es
quedarme en tu recuerdo
no sé cómo ni sé
con qué pretexto
pero quedarme en vos

mi táctica es
ser franco
y saber que sos franca
y que no nos vendamos
simulacros
para que entre los dos

no haya telón
ni abismos

mi estrategia es
en cambio
más profunda y más
simple
mi estrategia es
que un día cualquiera
no sé cómo ni sé
con qué pretexto
por fin me necesites

Mario Benedetti 

24.1.12

... pero quise escribir(te)


Te voy a escribir un cuento que no es para ti.

Te voy a escribir algo como yo: a veces profundo, a veces absurdo. A veces brusco, otras un poco desordenado y siempre impulsivo. Te quiero escribir una serie de palabras incoherentes que se olvidan cuando las lees. Porque son como tú. Y como yo. Inexistentes, pero reales.

Y tú que prevaleces. Y yo que desvanezco. Y nosotros, una historia que se llena de miedos y fantasías que suelo contarle a mis paredes cuando no pueden escucharme, porque si me escucharan podrían no confiar en mí nunca más. Y es que soy temerosa, pero no cobarde; porque me rindo, pero nunca me doy por vencida.

Es un tú, de boca torcida, exhalando palabras que desnudan más que los ojos de los santos. De manos iluminadas que hacen obras maestras con rapidez y engaño. De ojos pequeños que ven más allá de sus párpados cerrados. De un cuerpo casi tope, adolorido, que proyecta al niño que quiere vivir. De pensamientos profundos que hacen sentir, a quien las escuche, como un ser pequeño. Pequeño.

Un tú que enseña a leer cosas que están escritas en los márgenes de la piel. Que no entiende de excusas y promete siempre una conclusión. Un tú que evalúa algo mucho más que una sonrisa de dientes perfectos y un maquillaje natural. Que ve la simplicidad de las cosas y se convierte en cómplice de aventuras imaginarias. Un tú, que me saca de mi cabeza para querer entrar en la tuya, sin miedo ni prejuicios. Que me incita a leer, a querer, a vivir.

Un tú que apenas conozco y ya está aquí.

Uno, que me hace dibujar cada beso mientras converso con el techo, que me hace sentir que la almohada es un hombro, un hombre, donde me apoyé alguna vez. Una expresión de cabeza inclinada que me hace leer los silencios de la piel y memorizar cada acción sólo para imaginarlo cada noche.

Un tú que me recuerda una guerra pacífica en los labios; una guerra que hiere, que mata. Y estamos en cada extremo sin poseer ningún bien material que permita un intercambio. Sólo tenemos nuestras ideas, nuestros sentimientos emergentes que estallan, a veces, con la fuerza necesaria de la pólvora y el roce que causa la llama. Un tú que me quema con tal agrado, que me cubre del frío innecesario de la madrugada. Un tú que sin decir nada, puso en mi vida notas musicales que sólo logran dejarme con la respiración desgastada.

Y te escribo, buscándote. Y te encuentro, perdiéndote.

Y te alcanzo, aunque siento escapar. Busco obstáculos y me permito crearlos. Pero te siento cerca y quiero esquivarlos. Y camino entre las cuerdas flojas y los dedos firmes, con pasos en falso y ojos cerrados. Porque puedo. Porque quiero. Porque decidí hacerlo.

He perdido la opción de no querer que estés aquí. Y digo perdido porque por más que la busque, no la quiero encontrar. Tal vez se me escapó en una nota que fue capaz de encontrar mi pensamiento. Tal vez la perdí entre tu sabiduría y mis ilusiones.

Y así, cada noche me quedo estática, dibujando en mi mente los retazos de la boca torcida. Una boca que, en mi mente, permanece inquieta, queriendo besar cada espacio de piel al descubierto, queriendo explorar y dejar un cosquilleo en cada lugar que roza. Una boca capaz de decir las peores cosas sin miedo a la culpa.

Y empiezo a perder el control mientras recuerdo las últimas notas, las últimas palabras. Y entro en los impulsos de desesperación que sólo logran ahogar mi propia mente. Y pierdo el control. Y escribo, porque es mi forma de crearte. De creerte. Porque es la forma en la que, si te vas, no te irás por completo.

Así que déjame escribirte un cuento que no sea para ti, porque sólo nosotros sabremos que estás tú en sus palabras.