26.1.12

...pero creo que fue mi culpa

Cuando yo era pequeña e iba a su casa, ella me daba su maquillaje para jugar. Entre polvos, talcos y cofres de madera oliendo a polilla, me divertía revolviendo las cosas en el piso, mientras ella se peinaba frente a una coqueta, en la que ella era más coqueta que dicho mueble. La sillita de hierro que tenía un asiento de pelusas verdes era la causante de mis mareos matutinos, pues no paraba de jugar en ella a que el mundo giraba como yo lo hacía. La cama pequeña era tan dura que cuando saltaba sentía que había caído en el mismo piso. El cuarto vacío de su lado era una bodega lleno de tesoros donde descubrí el espíritu de mi abuelo. Y el pasillo, tan lleno de mis pisadas mientras jugaba con mis primos a las escondidas.

Era mucho más que mi abuela… era mi abuelita. Peleábamos constantemente por el asiento delantero del carro, la música tenía que ser la que yo quería escuchar, los gritos eran muy fuertes en las peleas; pero los abrazos eran los más llenos de amor. Siempre me sentaba en la sala, donde ella no me dejaba tocar la muñeca de porcelana, mi muñeca favorita, porque la podía romper; pero ella la tomaba con sus manos frágiles, le daba cuerda y empezaba a bailar. El Sustagen de fresa que tomaba por sus vitaminas eran mi dulce favorito… ese sabor nunca lo olvidaré.

Pasaron los años, ya era una niña grande… pasaron muchos años. El teléfono no paraba de sonar aquella noche dentro del hospital. Ella se encontraba en un sueño intranquilo, donde sus quejidos eran la única señal de vida. Sus 84 años ya no eran 84 sino que parecían interminables… como las horas.

Vestida con una bata azul – esas batas que te dan los hospitales –, su cabello grisáceo reflejaba aún un poco la oscuridad de su sufrimiento. No podía más y yo no quería más. Vomita una vez, vomita dos, vomita diez y ¿qué podía vomitar si no comía? El doctor había comentado con unas palabras crueles que su vida estaba terminando poco a poco, que al fin podría estar en paz, “le damos una semana” así de simple lo dijo. ¿Qué sentiría ese imbécil si yo le dijera eso sobre su abuela?

Mi nieta favorita… Michelle… mencionaba siempre de manera entrecortada cuando me miraba con sus ojos azules llenos de amor. Quería parar el tiempo y tal vez así parar de llorar. Noche tras noche las visitas eran parte de la rutina que no aburre pero abruma. Me dejaba caer débilmente en la cama donde ella descansaba para envolverla en un abrazo antes de comenzar a hacer los deberes para el día siguiente.

Cansada ya de tantos problemas… que los riñones, que el hígado, que el corazón; me senté en el patio que estaba a un lado de la pieza y empecé a mirar al cielo. “Quienquiera que seas… ya sánala o mátala, pero no la hagas sufrir más… no me hagas sufrir más”.

Ring. Cinco de la mañana sonó el teléfono. Me levanté y mi mamá no estaba, sentí que había perdido a una de las personas que más amaba. “Mi vida, vístase para ir al colegio; su mami se fue a ver a su abuelita que falleció” dijo mi papá.

Respira.
Respira de nuevo.
Trágate las lágrimas.
Respira.
Necesito sentarme.

Me senté y todo pareció bien. Pero dije que no, que la quería ver, que no iba al colegio.

Me llevaron al hospital y la vi. Sus mejillas aún rosadas, su pelo grisáceo tenía en las raíces cerca de la cara un tono piel debido al sobremaquillaje que utilizaba porque casi no veía, sus labios rojos y su vestido morado. Estaba hermosa… una hermosa con ojos cerrados, y para siempre.

Le di la mano, la besé en la frente y acaricié su cabello.

Se fue, pero antes de irse me dijo mi nieta favorita, Michelle. Eso bastó. Adiós abuelita, te amo.

Resulta que con el tiempo, cada año, fui recordando más detalles… pero ella ya no estaba para compartirlos. La muñeca azul de porcelana y sin cabeza – porque al final la rompí – me mira desde una repisa y de vez en cuando suena sola, la bata del hospital descansa en el último cajón de mi closet que alberga su olor. La cajita de madera aún se llena de polilla y el Sustagen ya no tiene el mismo sabor de antes. Mi vida ya no tiene el mismo sabor de antes.

Creo que fue lo mejor, no me arrepiento de la petición que hice… pero cada noche vuelvo a preguntarme ¿realmente me hizo dejar de sufrir? La extraño… aún después de 15 años.

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