Tranquilo.
Esto no tiene nada que ver contigo.
Creo que tiene más un poco que ver con la
forma en que la vida ha sabido sorprenderme. Y, no te miento, fue agradable.
Suelo ser una m¡3rda con mis
responsabilidades emocionales. Soy de esas que empieza a correr en círculos
cuando algo no lo sabe manejar, y me alcanza lo que sea de lo que esté huyendo.
Soy de las que tira asustada lo que tiene en las manos por miedo a romperlo… y
lo rompe. Soy torpe, impulsiva e irracional. Y, aunque no me gusta dejar las
cosas rotas, he aprendido que es mejor que volverlas a tomar y terminarse
cortando.
Que no es fácil. Nunca lo ha sido.
Pienso, probablemente, que influye mi creencia en que en otras vidas rompí a
tantas personas sin mirar hacia atrás y ahora me toca mirar, me toca sentir, me
toca llevar la cicatriz. De alguna forma ya siento esa responsabilidad de
aceptar que dañamos, incluso cuando queremos.
Entonces vienen mis torpezas. Vienen mis
ganas de gritar asustada porque me veo vulnerable, porque me siento insegura y
porque no entiendo de dónde vienen esas ganas de alejarme de lo que tanto me
hace feliz.
Y eso pasó. Hace un tiempo, no ahora. Me
vi sonriendo. Me vi sonriendo porque algo hermoso había llegado a mi vida y no
sentí merecerlo. Me vi sonriendo cuando estaba una sombra afuera de mi casa,
esperando a lo que decida el destino. Me vi cobarde en frente de un valiente.
Me vi asustada por unos brazos que buscaban los míos. Y así como esos momentos
en los que uno se asusta y pierde el habla, así me quedé… sin palabras. ¿Cómo
podía yo merecer esto? ¿Cómo siendo a veces tan fría, tan parca, recibía este
regalo? Y ya, cuando quise aceptarlo, no estaba más. Había perdido por mi falta
de palabras algo que ni siquiera sabía a dónde me llevaría, pero que disfrutaba.
Y, de repente, ¡boom! La vida sorprende
de nuevo. Aparece nuevamente esta sombra que ya iba tomando forma. Esta sombra
de lo que no conocía y que no era lo que yo pensaba, se iba clarificando. Entre
confesiones de temas indistintos, iba viendo que mi sonrisa crecía, que mi
esperanza volvía y que, tal vez, el tiempo me tenía que enseñar algo.
Pero al parecer, no aprendí. Pasa que
cuando no aprendes algo en el momento correcto, las cosas buenas se van. Siguen
siendo buenas, siguen siendo lindas, pero son distantes… y si te esfuerzas
demasiado, la desesperación por comprender y aprender a retener algo, te hace
perderlo.
Y yo perdí mi cordura. Por unos momentos
perdí mi sonrisa. Debo confesar que llevo casi ocho días sin mirarme mucho al
espejo, porque sé que solo lograría ver el vacío que siento. Lo palparía en mi
mirada y me desbarataría.
Aún no me queda claro lo que he sentido
últimamente. Hay una mezcla de tristeza, rabia y angustia por entender ese
morboso placer que tiene la vida de enseñarte a través de experiencias.
Y a pesar de saber lo que iba a suceder,
aposté por lo inevitable. Aposté porque sentí que cada una de mis sonrisas en
esos momentos, valían lo poco que podía tener.
Era un camino sin salida… y tal vez por
eso hoy me toca hablarle a la pared.