26.1.12

... pero fue culpa del azúcar

Aún me sonrojo al leer esto... pero vale la pena.

Cuando el azúcar lleva la culpa

Llevaban poco tiempo de jugar a escondidas, intentando satisfacer las carencias cotidianas; sin saber si era bueno o malo, para ellos era una travesura, un desprendimiento de lo real, un desahogo ilimitado de caricias mentales que lograban aventuras fantásticas sin importar el momento.

Empezaron fantaseando con un café, hasta que se hizo realidad. Ella lo esperaba ahí, nerviosa, cohibida, con miedo de ser descubierta por la multitud de personas en un país extraño. No quería que su mirada reveladora susurrara su secreto en la mente de los demás. Un abrigo y bufanda que ni siquiera mostraran un solo espacio de su cuerpo. No sabía si salir corriendo de pronto, o simplemente seguir mordiéndose las uñas hasta que él apareciera. Entonces, esperó.

Al cabo de unos momentos, con la uña del pulgar derecho completamente destrozada por los mordiscos, lo llegó a ver de reojo – intentando que no se diera a notar sus ansias de verlo. Con unos jeans ajustados, una camisa negra con mangas cortas y gafas, abrió la puerta del lugar. Ella escuchó el chirrido de la puerta, suspiró para no sentirse nerviosa e intentó distraerse en lo primero que tenía en frente, el menú. Pero un suspiro no funcionó, fueron más sus nervios al sentir su olor como si estuviera ella clavada en su cuello. Tembló, y miró hacia el piso. Entonces fue cuando él posó la mano en la parte alta de su espalda, ella se remeció, alzó la mirada y le sonrió nerviosamente. Él la entendía, se sacó sus gafas, la saludó como a una persona más y se sentó frente a ella. Hubiera preferido que nunca se las saque, sus ojos mataban.

Empeñoso en no bajar la mirada y ella en no subirla, decidieron ordenar un café, uno de aquellos que hueles y entra el sabor en la piel; sin importar si llevaba azúcar, leche, crema o alcohol. Simplemente cumplir con la excusa que habían inventado para que se diera la oportunidad de verse un momento.

Empezaron a conversar de cualquier cosa y de nada a la vez, querían oírse, saber que lo que sucedía era real. Ella al fin se decidió a subir su mirada aunque, de vez en cuando, prefería bajarla cuando sabía que su cara estallaría con ese rubor que tanto la desenmascara. Trabajo, familia, amigos en común; risas, sonrisas, miradas cómplices que únicamente el mesero logró descubrir al pasarles la azucarera ya que, al intento de alcanzarlo al mismo tiempo, sus manos se tocaron y entre el leve estremecimiento de sus cuerpos, ella alejó la mano asustada y él lanzó una pequeña risa miedosa. Fue apenas un segundo pero los dos lo sabían muy bien: algo pasó, algo estalló. Quiero tenerlo.

Alguien los había visto. Lo que tanto guardaron, lo habían descubierto. Él, al darse cuenta de la incomodidad, le dijo seriamente revolviendo el café “¿salimos de aquí?”… ella alzó la mirada, con esa expresión que sabe hacer cuando está confundida y asintió con la cabeza.  Le dijo “espérame afuera, ahora salgo” y ella, tan obediente y sin preguntar, agarró sus cosas y salió. Ya en la puerta, encendió un cigarro para tratar de calmarse. Él salió, se puso sus gafas y le susurró cerca a su oído “apaga eso. Mi auto está en la esquina”. Caminaron sin mencionar nada. Caminaron los dos uno a un lado del otro, con una sonrisa estúpida al recordar lo que había pasado.

Subieron al auto, mirando a los costados asegurándose que nadie los vigilara. Y se fueron sin rumbo, a gastar gasolina mientras entraban en confianza. Era tan difícil creer que al fin podían verse, que respiraban el mismo aire, que sentían su energía alrededor. El calor empezó a recorrer el cuerpo de ella y decidió quitarse la bufanda y el abrigo que tapaban el escote poco revelador de su blusa.

Luego de unos minutos habían aparcado afuera de su casa. Apagó el auto, la miró fijamente y ella le devolvió la mirada con un poco más de inocencia e ingenuidad. Él suavemente puso su mano derecha en su nuca, acariciando con su pulgar el lóbulo de su oído y le plantó un suave beso en su frente acompañado de un “tranquila” mientras ella botaba todo el aire que había retenido en sus pulmones desde el café hasta ahí. Y salieron.

Él abrió la puerta de su casa y le dio una señal para que pase; entonces fue cuando, tímidamente, entró. Un pie tras otro, pasos como si estuviera en la cuerda floja. Sabía lo que se aproximaba, sabía en lo que se había metido y se permitió pensar  “y ahora ¿qué hago?, ¿qué digo?, ¿qué…” y el estruendo de la puerta al cerrarse bruscamente la hizo saltar del susto. Inmediatamente él la tomó por la cintura y la acercó hacia su cuerpo, dando un fuerte respiro, un comienzo de jadeo, le dijo al oído “hoy eres mía”.  

En un solo movimiento, la tenía ya arrinconada por la pared y sus brazos como si fuera una prisión. Ya no había miedo, no existían dudas ni motivos para pensar.  Agarró fuertemente el cuello de su camisa y lo acercó a ella. Y sucedió. Un beso que parecía detener el tiempo, donde ella se clavaba a acariciar con sus labios el labio inferior de él y el introducía su lengua suavemente en su boca. Su saliva tan espesa, sus narices tan cerca, les hacía falta el aire pero no las ganas. La condena había terminado cuando él introdujo su mano por debajo de su blusa, recorriendo desde el costado de su cintura hasta la parte baja de su espalda. Ella tembló. Él sonrió mientras no paraba de besarla y saborear los restos de cafeína que permanecían en su boca.

Con su mano izquierda, tomó su mano derecha, la elevó completamente y la pegó a la pared, presionando su cuerpo para que ella sienta su intensidad, sus ganas, su nivel de excitación. Paró de besarla para hacer un camino húmedo en su cuello, oliéndola, tanteando el terreno donde se debía detener y proceder a estimular. Al encontrar el punto exacto sobre el lado izquierdo de su nuca, ella lo apartó suavemente al encogerse de hombros por el cosquilleo y comenzó a explorarlo.

Mientras él acariciaba su espina dorsal con sus manos fuertes, rotando movimientos entre delicados para no dañarla y salvajes para no dejar de hacerse sentir deseada; ella empezó a besar suavemente la línea imaginaria que dibuja el camino que va desde su oreja hacia su quijada, haciéndose paso a su cuello, saboreando el olor que había desprendido desde que entró al café. Ya no podía más, ya quería sentirlo, ya quería saber su desnudez que tanto la atormentaba en sus sueños.

Empezó a desabotonarle la camisa, y antes de cada botón implantaba su boca en su piel, mientras sus respiraciones se tornaban más pesadas. Y llegó a su ombligo, donde jugueteó unos segundos con su labio y su lengua hasta que él, con su fuerza, tomo sus dos manos y las elevó nuevamente para quitarle la blusa que escondía un sujetador negro de algodón muy suave, con encajes muy pequeños en los bordes.  No pudo resistir la tentación y pasó su mano la mitad de su pecho, presionándolo y besando todo lo que encontrara en su camino. La acercó más a él y, al sentir los dos cuerpos ardiendo, la tomo de sus glúteos y la elevó. Ella lo abrazó con sus piernas y la llevó al sofá más cercano.

Sus piernas formando una V, y él en medio de ellas, jugaban con roces y movimientos que enciendan más la espera y las ganas. Paró un segundo, lo miró con deseo y empezó a desabrochar su jean, metiendo su mano hasta lo más profundo que pudiera y acariciando aquella dureza que quería explorar. Lo puso al descubierto y acercó su boca a su cadera.

Él la tomó del pelo, dirigiéndole el camino, pero ella se mantenía firme a la hora de jugar con él. Él reía, se encogía, intentaba mantener el control, pero ya lo había perdido desde que sintió el calor de su mano. Ella lamió sus labios y lo besó. Él empezaba a gemir, ella lo miraba, le gustaba tanto verlo disfrutar, viéndolo pasar su lengua por sus labios, tocándola y presionándola más hacia él. Hasta que interrumpió con un “ven”… y ella fue. La besó lleno de pasión, como si quisiera comérsela en ese momento. La tumbó en el mueble y le sacó su pantalón rápidamente, dejando sus bragas negras descubiertas, suaves como su sujetador.

Se acercó a su boca nuevamente, mientras con sus manos descubría las montañas en su pecho que revelaban el placer. Los besó, circularmente, mientras introducía su mano bajo su interior. Húmeda de placer, más caliente que el infierno empezó a hacer pequeños cosquilleos que los reveló el gemido, casi inadvertido, que soltó. Y bajó su boca hacia aquel pequeño punto que él ya conocía tan bien en una mujer; jugó con besos, presiones y movimientos circulares que llevaron al primer estremecimiento prolongado de su piel, a su primera explosión de placer, a su primer gemido real. “Me muero” pensaba ella… “la mato” pensaba él.

Sus cuerpos, ya desnudos, se convirtieron en uno solo. Entre empujones desesperados, gemidos incontrolables y palabras sagradas dichas a medias, ella recorría sus hombros y su cintura, empujándolo más hacia ella y él la elevaba con sus brazos y la apretaba mientras recorría las partes que podía con su boca.
Le clavó las uñas en su espalda, él los dientes en su hombro. Ella apretaba con sus manos uno de los almohadones del sofá, intentando controlarse, gemía, respiraba, lo miraba. ¡Qué cantidad de deseo sentía! Quería seguir, pero no podía… iba a estallar, aquella máquina que entraba y salía de su cuerpo le hacía sentir la gloria.

Él, al verla ya a punto de terminar, empezó a dejarse llevar y seguirla. Su jadeo era más pesado, sus ganas de apretarla eran más fuertes, sus manos ya no sabían donde recorrerla. Perdía la concentración hasta que ella dijo pausadamente en cada penetración “no… puedo… más…” y él tampoco pudo. Se hizo más rápido, más a fondo, más fuerte. Gritos, mordidas, estremecimiento de cuerpos simultáneos, marcaron el término de la llenura que sentían. Él río. Ella suspiró y se agarró la cabeza.

Se mantuvieron inmóviles, conversaron un rato, se rieron un poco de lo que había pasado y recogieron la ropa que había dejado el rastro del pecado tan exquisito en el que se habían sumergido.
Salieron de la casa, se treparon al auto y pararon en el hotel que la esperaba. Una leve caricia, un poco de pena, un adiós y ningún arrepentimiento. Se bajó y él se fue.

Él se reincorporaba a su vida, donde sabría que sólo la volvería a tener frente a un computador; mientras ella recordaría cada instante del día anterior por 14 horas, en un viaje de regreso. Ellos se convirtieron en el dulce placer de un instante, para una vida algunas veces, insípida.

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